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77 Pág. Escritores Juan Carlos Merino

 

En cuanto a la servidumbre, no tenía que preocuparse. No había vuelto a tener personal a su servicio desde que despidiera a su mayordomo, haría ahora tres años, en la víspera de navidad. Las lágrimas desconsoladas del pobre Flacius, un tipo recto a la antigua usanza, de origen húngaro, que llevaba casi una década a su servicio, no dulcificaron su duro corazón de alcantarilla. Poco después, durante una charla de negocios de naturaleza ilícita, se enteró del descubrimiento del cadáver, encontrado río arriba. Todo apuntaba, según le dijeron, al suicidio.

La única reacción que su corazón abyecto le permitió fue el de llamarle necio.

Así era Ambrosius Kinston, un tipo cruel, egoísta, ególatra y malvado hasta la médula.

En el gran salón de paredes tapizadas, la chimenea dormía en silencio, lejos de los otrora días de rugiente calor, abandonada a su suerte hasta la llegada del nuevo inquilino.

Porque Ambrosius había vendido su casa.

No sabía ni a quien, ni le interesaba saberlo. Gracias al dinero obtenido, una importante fortuna, su perfecto mausoleo, alto y recio, coronado con su propia efigie pero en juventud cuando era un hombre de rostro astuto, serio, que vestía ropas elegantes y caminaba con porte distinguido, era una realidad. Así todos le recordarían tal y como fue. Y nunca como acabó siendo.

Su bastón de caoba y empuñadura dorada le esperaba apoyado junto a la puerta. Resultaba serle un bien preciado a pesar del sentimiento contradictorio que le producía, recordándole por un lado su propia debilidad mientras que por otro, le proporcionaba, pensaba, un aspecto distinguido.

Preparado para iniciar viaje, lanzó una mirada de despedida al hogar envuelto en sombras antes de dirigirse a la puerta.

—¿De veras piensas hacerlo, viejo loco?  —le dijo un tono masculino y de carácter cavernoso—. Te lo advierto, aún no ha llegado tu momento.

Ambrosius permaneció quieto en el umbral, bastón en alto, escudriñando las sombras en busca de la persona oculta dueña de la voz.  ¿Porque la voz era real, no?  Lo cierto es que ni siquiera estaba seguro. El médico ya se lo advirtió al diagnosticarle el mal, que con el tiempo perdería la noción de las cosas, no sabría discernir lo real de lo imaginario. Tres años como mucho le quedarían. Demasiado para un hombre que lo era todo para sí mismo.